Ya noche, luego de clases, pasaba por ella. Solo me estiraba un poco
para abrirle la puerta desde mi asiento (ya no me bajaba como antes, por dos
cosas: en primera, causaba tráfico y en segunda, porque no era antes).
Luego, ella se subía y cansados íbamos hasta su casa.
Normalmente pocas o nada de palabras. A veces, incluso, se dormía. Se bajaba… y así monotonía todos los días.
Pasé por ella, me estiré y le abrí la puerta… a las cinco
calles empezó a sonar mi iphone, me marcaban desde su número. ¡Carajo, olvidó su celular!
Contesté y… era ella. Me puse pálido y miré al lado… había otra mujer dormida.
Idéntica silueta, noche obscura.
Al teléfono reclamaba.
—Siempre te demoras demasiado.
Sin explicaciones y por instinto, colgué, desperté a la
pasajera. Gritó, grité, reclamó, reclamé,
explicó, expliqué, se confundió.
—¡Las mujeres no saben de coches! —le dije —
—¡Los hombres, de amor! —contestó —
Reímos ambos. Bajó. Tímida se fue.
Regresé por la de siempre. Esta vez el camino no fue tan
callado.