Y
empezaron a golpear la puerta de mi cuarto. Con el jetlag y totalmente
desvelado, abrí. Ella gritó, corrió. Ni tiempo de pedir una explicación. Medio
me tallé los ojos y salí del cuarto. Otro tanto de muchachas se esfumaron rápidamente
y yo, sin la mínima explicación, no sabía que pasaba. ¿Aún soñaba? Me tallé más
los ojos y el ardor evidenció que no era un sueño, era más bien… una realidad
muy extraña.
Me
cambié la pijama para salir más allá de mi nueva habitación y ver qué pasaba.
No sabía ni salir; agarré cualquier pasillo. De pronto, un viejo me preguntó
totalmente extrañado que qué hacía ahí. Aun más extrañado yo, le respondí que
simplemente salía de mi cuarto buscando una explicación.
—Usted no puede estar acá. Las nueve ya
han pasado.
¿Las
nueve qué? Se habrá referido a las muchachas, a la hora o a algún código raro.
No lo sé, de cualquier forma, me era imposible saber cuál de las tres. Yo aún
tenía la hora mexicana en mi reloj, y sin recibir mayor explicación, me señaló
un pasillo que daba a la salida. Terminé en la calle y simplemente no entendía
nada. Miraba fijamente al edificio de donde había salido y se leía: Colegio
Mayor Moncloa.
Efectivamente,
ahí era donde yo había, desde México, pagado mi estancia; de hecho, había
tramitado una serie de papeles y —más por recomendación que por méritos
propios— me aceptaron como residente mientras estudiaba algunas materias de mi
intercambio en Madrid.
Me
aceptan y no pasa ni una noche y ya me echan… “Qué raros son estos españoles”,
pensaba yo. No me han dejado sacar ni mi maleta, ni pasaporte. Y estoy aquí en
la calle con mis ojeras, jetlag y un celular que aquí no tiene ni señal.
Carajo… ahora, ¿qué hago?
Tenía
que refrescar la mente y caminé a una banca de cualquier calle por ahí. Me
senté y, a pesar del cansancio, tanto el desconcierto y como el estrés no me
dejaron dormir nada. Y ahí, bajo el rayo del sol, recordé que en algún lugar
del contrato decía que el horario de comida era a las dos.
Dio mil
vueltas mi cabeza. A las dos estaba de regreso en Moncloa para comer. Me perdí
un poco al interior del edificio y finalmente entré al comedor. Cien personas
me miraron y el silencio se hizo, como si hubiese entrado un extraterrestre a
un mundo donde todos son conocidos. Caminé al único lugar vacío mientras todos
bebieron otra cucharada más de su sopa sin dejar de mirarme. Me senté.
—Tú no puedes comer así— dijo uno de los
más viejos que había en mi mesa.
—¿Así cómo?
—En Moncloa, con zapatos.
Miré los
pies de todos y era el único de tenis, así que salí (otra vez con las miradas
encima) y tras un esfuerzo por no perderme, llegué a mi cuarto por unos
zapatos. Regresé e iban en la carne… miradas. Me siento y otra vez:
—Tú no puedes comer así.
—¿Así cómo?
—En Moncloa, manga larga.
Miré,
caminé al cuarto y agarré una camisa que me abroché en el camino de regreso.
Entré al final de la carne y simultáneamente una mujer me sirvió.
—Gracias –le dije-
—En Moncloa, a ellas no se les habla.
Ya no le
respondí por miedo a volver a equivocarme, y simplemente me hizo una seña para
que me abroche un botón más de la camisa. Aproveché mi silencio para apresurar
el paso y remontar el tiempo perdido.
Me
emparejé y terminamos simultáneamente. Luego llegaron las mujeres estas a
recoger los platos y a traer el postre.
Trajeron…
naranjas.
Con
quienes compartía la mesa tomaron una naranja. La colocaron en su plato y con
tenedor y cuchillo la comieron con una pericia inexplicable. Había comido miles
de naranjas en mi vida… pero nunca había visto aquella técnica de no comerlas
con las manos. Me sentí aquel extraterrestre que yo ya sospechaba que era.
Intenté
con resultados escasos de copiar la técnica y, como pude, con más voluntad que
buenos resultados pude terminarla.
Me daba cuenta entonces que un nuevo de estilo de vida había comenzado. En Moncloa... con zapatos.