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jueves, 10 de marzo de 2016

La bolsa

Ella tenía 15 años. Mientras bajaba del avión de su padre le dijo:

— Necesito comprarme esa bolsa.
— Hija, vale una fortuna; no tiene caso.
— Papá, ¡La necesito!
— Gánatela.
— Ya hice la tarea.
—Gánatela de verdad.

Y así, la inscribió a trabajar. Embolsaba en WalMart.

En ocasiones, las amigas de su madre la reconocían y le dejaban una moneda de más.

Por desafío a su padre, las vacaciones las pasó en WalMart. De sol a sol: embolsaba, se cansaba, no claudicaba. Su palabra, capricho y honor de quinceañera estaban en juego. Tenía que callar a su padre.

Se le rompieron las uñas, todas. Se burlaron de ella. Pasó algo de hambre; dicen que fueron 40 días en un desierto donde ella misma embolsaba los panes.

Finalmente, alcanzó los 13 mil pesos. No se compró la bolsa; ese dinero —dicen— nunca se lo ha gastado.



miércoles, 3 de febrero de 2016

... y qué haces para verte tan joven?

La verdad es que no sé, pero luego me da por…

1.- Tener ilusión y fantasías de niño; creérmela, confiar en todo, saber que nada es imposible y nada está tan lejos.
Cuando Isabella tenía tres, sobre mis hombros la cargaba para que corte flores. A veces alcanzaba flores que estaban a casi dos metros. Una vez veíamos juntos unas flores que estaban a unos veinte metros, le dije que la cargaría para que las corte. Me estiré al máximo, ella hizo lo propio y cerró los ojos (no sé si por el esfuerzo al estirarse o por la altura). Nos faltaron unos dieciocho metros para alcanzarlas.

   ¿Isabella las alcanzaste?
   Sí, pero sólo las pude tocar con la cabeza.
   Isabella, eso no es lógico, eso son fantasías de niño. La fantasía es algo que sólo existe en la imaginación de los niños.
    José —me dijo— la lógica es algo que sólo existe en la imaginación de los adultos.

Hoy, creo que ella sí tocó las flores.
2.- ¡Hay que amar! A Dios, a la vida, a la familia, a los amigos y por supuesto a una mujer. Todo hombre tiene la edad de la mujer que ama y le quedan de vida los años que a su Dios. Mi mujer, a pesar de que los años le pasen, siempre será joven; mi Dios, eterno.
3.- Respecto a las arrugas hay dos remedios, el primero son unas cremas (no tan caras); el segundo, es no buscárselas. Escribió una vez Fernando Pessoa: “soy del tamaño de lo que veo, no del tamaño de mi estatura”. ¡Deja ya de buscarte arrugas!

4.- Los besos… creo firmemente que los días que besas nunca pasan.

5.- Ríete en cada oportunidad que puedas, el día que no sonrías será un día perdido. No pierdas el tiempo, gánalo sonriendo. 

6.- Las preocupaciones y el stress sacan canas. No te preocupes de nada, una preocupación convierte un problema en dos... y tal vez el más grave sea el estar preocupado. Leía hace mucho una frase (creo que de mi amigo Santi Requejo): La Felicidad no depende de las circunstancias que vivimos, sino de cómo nos enfrentamos a ellas. Ayer regresaba de Acapulco, hicimos tres horas extras por el tráfico; fue una gran oportunidad para convivir y grabar unos videos que pronto subo.

domingo, 10 de enero de 2016

En Moncloa, con zapatos

Y empezaron a golpear la puerta de mi cuarto. Con el jetlag y totalmente desvelado, abrí. Ella gritó, corrió. Ni tiempo de pedir una explicación. Medio me tallé los ojos y salí del cuarto. Otro tanto de muchachas se esfumaron rápidamente y yo, sin la mínima explicación, no sabía que pasaba. ¿Aún soñaba? Me tallé más los ojos y el ardor evidenció que no era un sueño, era más bien… una realidad muy extraña.

Me cambié la pijama para salir más allá de mi nueva habitación y ver qué pasaba. No sabía ni salir; agarré cualquier pasillo. De pronto, un viejo me preguntó totalmente extrañado que qué hacía ahí. Aun más extrañado yo, le respondí que simplemente salía de mi cuarto buscando una explicación.

       —Usted no puede estar acá. Las nueve ya han pasado.

¿Las nueve qué? Se habrá referido a las muchachas, a la hora o a algún código raro. No lo sé, de cualquier forma, me era imposible saber cuál de las tres. Yo aún tenía la hora mexicana en mi reloj, y sin recibir mayor explicación, me señaló un pasillo que daba a la salida. Terminé en la calle y simplemente no entendía nada. Miraba fijamente al edificio de donde había salido y se leía: Colegio Mayor Moncloa.

Efectivamente, ahí era donde yo había, desde México, pagado mi estancia; de hecho, había tramitado una serie de papeles y —más por recomendación que por méritos propios— me aceptaron como residente mientras estudiaba algunas materias de mi intercambio en Madrid.

Me aceptan y no pasa ni una noche y ya me echan… “Qué raros son estos españoles”, pensaba yo. No me han dejado sacar ni mi maleta, ni pasaporte. Y estoy aquí en la calle con mis ojeras, jetlag y un celular que aquí no tiene ni señal. Carajo… ahora, ¿qué hago?

Tenía que refrescar la mente y caminé a una banca de cualquier calle por ahí. Me senté y, a pesar del cansancio, tanto el desconcierto y como el estrés no me dejaron dormir nada. Y ahí, bajo el rayo del sol, recordé que en algún lugar del contrato decía que el horario de comida era a las dos.

Dio mil vueltas mi cabeza. A las dos estaba de regreso en Moncloa para comer. Me perdí un poco al interior del edificio y finalmente entré al comedor. Cien personas me miraron y el silencio se hizo, como si hubiese entrado un extraterrestre a un mundo donde todos son conocidos. Caminé al único lugar vacío mientras todos bebieron otra cucharada más de su sopa sin dejar de mirarme. Me senté.

       —Tú no puedes comer así— dijo uno de los más viejos que había en mi mesa.
       —¿Así cómo?
       —En Moncloa, con zapatos.

Miré los pies de todos y era el único de tenis, así que salí (otra vez con las miradas encima) y tras un esfuerzo por no perderme, llegué a mi cuarto por unos zapatos. Regresé e iban en la carne… miradas. Me siento y otra vez:

       —Tú no puedes comer así.
       —¿Así cómo?
       —En Moncloa, manga larga.

Miré, caminé al cuarto y agarré una camisa que me abroché en el camino de regreso. Entré al final de la carne y simultáneamente una mujer me sirvió.
       —Gracias –le dije-
       —En Moncloa, a ellas no se les habla.

Ya no le respondí por miedo a volver a equivocarme, y simplemente me hizo una seña para que me abroche un botón más de la camisa. Aproveché mi silencio para apresurar el paso y remontar el tiempo perdido.

Me emparejé y terminamos simultáneamente. Luego llegaron las mujeres estas a recoger los platos y a traer el postre.

Trajeron… naranjas.

Con quienes compartía la mesa tomaron una naranja. La colocaron en su plato y con tenedor y cuchillo la comieron con una pericia inexplicable. Había comido miles de naranjas en mi vida… pero nunca había visto aquella técnica de no comerlas con las manos. Me sentí aquel extraterrestre que yo ya sospechaba que era.

Intenté con resultados escasos de copiar la técnica y, como pude, con más voluntad que buenos resultados pude terminarla.

Me daba cuenta entonces que un nuevo de estilo de vida había comenzado. En Moncloa... con zapatos.