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domingo, 10 de enero de 2016

En Moncloa, con zapatos

Y empezaron a golpear la puerta de mi cuarto. Con el jetlag y totalmente desvelado, abrí. Ella gritó, corrió. Ni tiempo de pedir una explicación. Medio me tallé los ojos y salí del cuarto. Otro tanto de muchachas se esfumaron rápidamente y yo, sin la mínima explicación, no sabía que pasaba. ¿Aún soñaba? Me tallé más los ojos y el ardor evidenció que no era un sueño, era más bien… una realidad muy extraña.

Me cambié la pijama para salir más allá de mi nueva habitación y ver qué pasaba. No sabía ni salir; agarré cualquier pasillo. De pronto, un viejo me preguntó totalmente extrañado que qué hacía ahí. Aun más extrañado yo, le respondí que simplemente salía de mi cuarto buscando una explicación.

       —Usted no puede estar acá. Las nueve ya han pasado.

¿Las nueve qué? Se habrá referido a las muchachas, a la hora o a algún código raro. No lo sé, de cualquier forma, me era imposible saber cuál de las tres. Yo aún tenía la hora mexicana en mi reloj, y sin recibir mayor explicación, me señaló un pasillo que daba a la salida. Terminé en la calle y simplemente no entendía nada. Miraba fijamente al edificio de donde había salido y se leía: Colegio Mayor Moncloa.

Efectivamente, ahí era donde yo había, desde México, pagado mi estancia; de hecho, había tramitado una serie de papeles y —más por recomendación que por méritos propios— me aceptaron como residente mientras estudiaba algunas materias de mi intercambio en Madrid.

Me aceptan y no pasa ni una noche y ya me echan… “Qué raros son estos españoles”, pensaba yo. No me han dejado sacar ni mi maleta, ni pasaporte. Y estoy aquí en la calle con mis ojeras, jetlag y un celular que aquí no tiene ni señal. Carajo… ahora, ¿qué hago?

Tenía que refrescar la mente y caminé a una banca de cualquier calle por ahí. Me senté y, a pesar del cansancio, tanto el desconcierto y como el estrés no me dejaron dormir nada. Y ahí, bajo el rayo del sol, recordé que en algún lugar del contrato decía que el horario de comida era a las dos.

Dio mil vueltas mi cabeza. A las dos estaba de regreso en Moncloa para comer. Me perdí un poco al interior del edificio y finalmente entré al comedor. Cien personas me miraron y el silencio se hizo, como si hubiese entrado un extraterrestre a un mundo donde todos son conocidos. Caminé al único lugar vacío mientras todos bebieron otra cucharada más de su sopa sin dejar de mirarme. Me senté.

       —Tú no puedes comer así— dijo uno de los más viejos que había en mi mesa.
       —¿Así cómo?
       —En Moncloa, con zapatos.

Miré los pies de todos y era el único de tenis, así que salí (otra vez con las miradas encima) y tras un esfuerzo por no perderme, llegué a mi cuarto por unos zapatos. Regresé e iban en la carne… miradas. Me siento y otra vez:

       —Tú no puedes comer así.
       —¿Así cómo?
       —En Moncloa, manga larga.

Miré, caminé al cuarto y agarré una camisa que me abroché en el camino de regreso. Entré al final de la carne y simultáneamente una mujer me sirvió.
       —Gracias –le dije-
       —En Moncloa, a ellas no se les habla.

Ya no le respondí por miedo a volver a equivocarme, y simplemente me hizo una seña para que me abroche un botón más de la camisa. Aproveché mi silencio para apresurar el paso y remontar el tiempo perdido.

Me emparejé y terminamos simultáneamente. Luego llegaron las mujeres estas a recoger los platos y a traer el postre.

Trajeron… naranjas.

Con quienes compartía la mesa tomaron una naranja. La colocaron en su plato y con tenedor y cuchillo la comieron con una pericia inexplicable. Había comido miles de naranjas en mi vida… pero nunca había visto aquella técnica de no comerlas con las manos. Me sentí aquel extraterrestre que yo ya sospechaba que era.

Intenté con resultados escasos de copiar la técnica y, como pude, con más voluntad que buenos resultados pude terminarla.

Me daba cuenta entonces que un nuevo de estilo de vida había comenzado. En Moncloa... con zapatos.