Él solamente le mandaba cartas de lunes a domingo, de enero a diciembre. Se inspiraba con Bacardí bajo el pretexto que le ayudaba a curar su pena. En realidad siempre estuvo herido.
Borracho perdido, escribía tan rápido y con tan fea letra que, aunque algún curioso se hubiera acercado para enterarse, nadie habría podido descifrar el secreto. Porque su situación era un secreto. Uno que se revelaba en un papel que jamás era leído.
Al principio eran cartas voladoras. Si las cartas eran buenas las ataba a un globo y las miraba desaparecer. Las malas terminaban en la caja de arena del gato. A veces, cuando el gato se rehusaba a usar la caja, terminaba en el patio atado a un par de globos sobrantes. El gato: nunca voló. Las cartas: jamás se respondieron.
Tiempo atrás había sido un ecologista entusiasta; ahora se le antojaba más el fin del mundo. Las consecuencias climatológicas de sus globos le daban lo mismo, pero sus finanzas lo obligaron a cambiar de método. La idea le vino un día, un día que se cayó en la cocina y notó las filas de botellas vacías bajo el lavabo. Las contempló mientras se preguntaba cómo llegaron a ser tantas.
Estuvo largo rato tirado, preguntándose cuestiones diversas, hasta que se le ocurrió levantarse.
Malditas botellas. Las contó: Doscientas cuarenta y cuatro. ¿Dónde estaban los malditos corchos? ¡Maldita sea!
A lo largo de la semana, la idea de lanzar botellas al mar le parecía tan romántica que ir a comprar corchos fue para él como ir a la florería por una docena de rosas.
Las cartas navegantes fueron un éxito. Comenzaban con un "Querida Barbie" si estaba de buenas; si, de malas, las empezaba con un "Grandísima gran bruja". El estilo siempre era el mismo: Un ininterrumpido monólogo de preguntas a ella que se respondía a sí mismo, o una serie de reclamos desde ambos puntos de vista en los que se daba el papel de mediador durante la discusión. Escribía páginas con los pensamientos acumulados durante cada día. Algunas eran muy hermosas, otras eran muy ofensivas.
Las cartas cerraban siempre con la misma frase: "Espero tu respuesta."
La última botella que lanzó contenía un mensaje breve:
"Querida Barbie:
¿Qué día recibiré tu respuesta?"
Olvidó firmarla.
En realidad no importó, pues, ése día, al caminar por la playa buscando el lugar propicio para el lanzamiento, estaba tan borracho que terminó por arrojarla contra una pila de piedras filosas. Se acercó tambaleante a recogerla recuperando de entre los vidrios el enrollado mensaje. Se cortó. Cuando notó la sangre en su mano, comenzó a maldecir a todas la divinidades jurando que jamás escribiría otra carta. Cumplió su promesa.
No pasó ni una semana cuando empezó a recibir respuestas.