Al principio, Macondo era una aldea de veinte casas de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas. El mundo
era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo.
Para Isabella, el mundo también era
reciente. Yo la cargaba y ella alcanzaba las hojas previamente señaladas. Una
vez atrapó una oruga que estaba atrás de una hoja; pero un día, me señaló
una flor que estaba a unos diez metros de altura. Le expliqué que era imposible
alcanzarla, que estaba demasiado lejos. Ella volvió a señalarla insistiendo que
la cargue para poder alcanzarla.
Para evitar discusiones la cargué estirándome lo más que pude, ella sin
levantar la vista estiró los brazos para arrancar la flor. Nos faltaron por lo
menos unos ocho metros.
Bajé a la niña y le pregunté si la había alcanzado. Me dijo que sí, no con
los brazos, con la cabeza. Se reacomodó el pelo luego de sentir que la flor la
había despeinado.
Ese día aprendí que muchas de las cosas, no se alcanzan con el cuerpo, se
alcanzan con la cabeza.
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